Napoleón Gómez Urrutia | Opinión-La Jornada
El primero de enero de 1994, hace 20 años, entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) entre Estados Unidos, Canadá y México, el cual, según uno de los firmantes, el entonces presidente Carlos Salinas de Gortari, era una oportunidad histórica para la transformación del país”, y además “fórmula ideal para no llegar tarde a la cita con el nuevo siglo” y “para ser parte de una verdadera comunidad global, de la cual, si aprovechamos esta oportunidad se habrán de crear cientos de miles de empleos”.
Con el TLCAN, aseguraba el gobierno, México no sólo será “potencia exportadora en el marco de la globalización económica”, sino, por fin, un país moderno, integrante del mayor bloque comercial del mundo, con suficiente empleo, una industria dinámica y eficiencia usufructuaria de la tecnología de punta, con un crecimiento explosivo de las exportaciones, mejores niveles de ingreso, una economía altamente competitiva, sin fugas de mano de obra ni de capitales, con el mejor de los tratos con las otras dos naciones firmantes. En otras palabras, nuestro país ascendería al llamado primer mundo.
Pero lo real es que de entonces para este tiempo la economía mexicana ha sufrido profundas transformaciones que no han cumplido las expectativas enunciadas por el gobierno, sino que las han negado. En el segmento del mercado de trabajo de la industria manufacturera, que tradicionalmente ha sido el de los más altos salarios del país, con contratos colectivos que proporcionaban seguridad en el empleo y prestaciones sociales que mejoraban el nivel de vida de los trabajadores, se destruyeron puestos laborales y se registró una caída de los niveles tanto de empleo como de sueldos. Pero si vemos el total, esta actividad presentó tasas negativas. A partir de 1987, año en que se acelera la privatización de las empresas paraestatales, hay una caída brutal en el empleo, paralela a la apertura total de fronteras a las importaciones ocurrida en 1986, todavía en el gobierno de Miguel de la Madrid.
Así, en la industria petrolera se perdieron 70 mil plazas laborales; en electricidad, 15 mil; en minería y metalurgia, 80 mil. En cuanto a la siderurgia, en ese periodo se registraron 23 mil puestos de trabajo menos, pero en 1986, sólo por el cierre de la Fundidora Monterrey, se habían cancelado ya 17 mil.
En el periodo de 20 años transcurrido hubo precarización del empleo, que está en relación directa con la supresión de plazas de trabajo en las ramas más dinámicas de la economía, lo cual tiene que ver también con el generalizado deterioro salarial y la consiguiente debilidad de la demanda y del mercado interno. En tal periodo se trastocaron las cifras de la economía formal, que era de 70 por ciento en 1970, y en 2013 fue sólo de 30, y la economía informal pasó de 30 por ciento a 70. Ello dio por resultado, entre otros fenómenos, que nuestras corrientes migratorias hacia Estados Unidos crecieran de forma exagerada, donde para 2012 habitaban más de 33 millones de mexicanos, más 7 millones de indocumentados, sobre todo provenientes del campo.
Un panorama atroz que estuvo ausente en las optimistas figuraciones del comienzo del periodo de vigencia del TLCAN. El Consenso de Washington, movimiento de las décadas de los 70 y 80 del siglo XX, realizado por los grandes centros de decisión política y económica del mundo altamente desarrollado, no tuvo la menor preocupación por la suerte de países emergentes, entre los que se encontraba México, y bajo cuyos impulsos se integró el TLCAN, que así fue aceptado por el gobierno de México.
Pero no solamente eso, sino que en el periodo asistimos al debilitamiento y la liquidación, en general, del sindicalismo, en especial el democrático, con las repercusiones que todo ello ha derivado hacia la situación del trabajo en el conjunto de la economía, que fue un fenómeno mundial, común a todos los países en que se impuso la visión del llamado Consenso de Washington liderado por Ronald Reagan, presidente de Estados Unidos, y Margaret Thatcher, primera ministra de Gran Bretaña, en lo que se llamó la “revolución conservadora”.
Sin embargo, todos estos hechos determinaron una reacción positiva entre los sindicatos más importantes de Estados Unidos, Canadá y de los países occidentales de Europa. La estrategia de los gremios pasó de una visión solamente nacional a una global, de la misma forma que los grandes capitales se habían aliado para efectos de la globalidad económica. Así cobraron fuerza de nueva cuenta los sindicatos y se fortalecieron las federaciones internacionales de trabajadores ya existentes, procediendo algunas de ellas a su fusión, como la que dio nacimiento al IndustriALL Global Union, en 2013, que agrupa a más de 50 millones de afiliados de 140 países.
El Sindicato Nacional de Trabajadores Mineros de México estuvo en todo momento activamente presente en este proceso de revitalización sindical mundial, al grado que, como su dirigente máximo, he sido reiteradamente elegido para formar parte de los comités ejecutivos mundiales de esas organizaciones.
Es tarea fundamental mantener el esfuerzo de reconformación operativa de los sindicatos y la solidaridad entre los trabajadores de todo el mundo, mediante la permanente reformulación de sus estrategias. Se trata de construir un nuevo modelo de desarrollo, que ha sido denominado de Prosperidad Compartida, que asegure que los beneficios de la creciente productividad del trabajo, derivada de la utilización de las modernas tecnologías, lleguen a los que mayoritariamente generan la riqueza: los trabajadores, y al conjunto de la población.
Fuente: La Jornada
Fuente: La Jornada